Pierdo siempre. Pierdo todo. El jueves pasado saqué de mi bolsa mi pequeña cosmetiquera. La puse en el piso del taxi en el que me dirigía a mi casa mientras secaba con una servilleta echa bolas el interior de la bolsa grande, la que se cuelga al hombro. Llevaba en ésta —aparte del maquillaje y todo lo que cargo para perderlo, si se puede— un platito con ensalada que, esa tarde, dejó escurrir sus jugos sobre libro; cartera; cepillos de cabeza y dientes, cosmetiquera. Recibos de cuentas por pagar: luz, agua... Boletos del Metro. Tras el vano intento de eliminar el exceso de humedad de aquellos enseres, los reintegré a la dimensión a la que pertenecen dentro de la bolsa, pero las herramientas con que fabrico mi máscara diaria —no tan diaria, he de confesar— se quedaron en ese taxi anónimo, de donde pasaron, seguramente, a algún ignoto bote de la basura. No obstante, como sucedió a “El loco” de Khalil Gibran, el duelo no me duró mucho: “…y por vez primera el sol besó mi desnudo rostro, y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise tener máscaras. […] Fue así que me enloquecí”. Yo ya estaba loquita así que qué más da perder, ya extraviada la razón, las pinturas para la cara, el celular, la bolsa entera, el camión, el amor. Si alguien encuentra mi cosmetiquera, por favor no la devuelva.
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