Día tras día, lo primero que hago al levantarme es mirarme en el espejo del baño. El único que queda aún en casa: sobrevive porque, aunque no sea mío el rostro que refleja, no deja de serme útil para el aseo matutino de los dientes, para el secado del cabello, para la aplicación de las sombras de ojos antes de ir al trabajo. Ya no me asomo a él con espanto, como me ocurrió al principio, ni siquiera con sorpresa, pero lo hago con ansia cada mañana porque se me ha vuelto necesario ver diariamente a ésa mujer que imita a la perfección todos mis movimientos y mis manías; que, al presentarse ante mí, desde su trinchera de vidrio ha predicho con destreza sobrenatural el atuendo que llevo puesto; que emula mi peinado, mis ojeras, mis pecas y que, en días de extremo cansancio, tras una borrachera o tras una mala noche de insomnio, ha llegado a hacerme creer que su cara sí es la mía; me enfrento todos los días al espejo porque necesito comprobar, antes salir a la calle, que esa mujer, aunque no sea yo, sigue ahí.
2 comentarios:
El retorno maléfico... jajajaja! Una lecturita por el amor de Dios!
A mí también me ha llegado a pasar que no me reconozco en el espejo, o se me olvida que así me veo por fuera.
Publicar un comentario