¿Por qué siempre es Tánatos quien gana? Impone sus designios con el pretexto de cuidarnos. Las pulsiones hacia la muerte nos mantienen con vida, vaya ironía. El temor a la muerte nos obliga a mantenernos lejos del acantilado, lejos de la orilla de eso que podría ser ―aunque lo que sea realmente es lo de menos― un precipicio. Lejos de la idea de aproximarnos demasiado a eso que ya no importa si es o no un despeñadero. Y Eros como si nada, un verdadero pusilánime. Tras hacer de las suyas, tras encendernos las mejillas de deseo, tras humedecernos con sublimes pensamientos, luego de inundarnos los oídos con promesas de placer, permite que Tánatos lo desdiga, que lo contradiga, que lo maldiga. Eros asiste sin ganas ni esperanza a la sala del trono donde el tirano hace valer su ley. Pendejo. Con su cara de baboso dice sí a cada cautelosa idea de aquel otro: no vayas, no lo beses, no cojas, escapa antes de que sufras, haz sufrir antes de escapar.
Eros, no obstante, tiene el megáfono en las manos. No lo usa por cobarde, pero si lo hiciera iniciaría una revuelta legendaria: sí, ve. Sí, coge. Sí, ama. Ama, ama, ama. La muerte llegará, pero no debes temerla porque experimentaste, aunque sea por un segundo, la luz. El amor. No corras, la muerte te alcanzaría de cualquier modo. Te hace pensar que te dejará en paz si acatas sus designios pero es una trampa, es
Ah, si tan sólo Eros tuviera más huevos, carajo.
1 comentario:
Tal vez Eros necesita que Dioniso se haga su cuate.
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