viernes, 13 de noviembre de 2009

De etiqueta




Una noche cualquiera, que pudo ser la del pasado viernes, en la última de las cantinas de Garibaldi, una atendida por matronas aburridas, como todas las que venden cerveza de siete a dos de la mañana —a treinta pesos la caguama—, la burócrata enamoró al borracho adolorido. El adolorido, tanto como puede estarlo cualquier borracho a quien su mujer pone los cuernos, invitó a la burócrata a bailar una salsa de la rockola digital. La burócrata, tan ágil como se lo permitían las nueve horas-nalga diarias de la oficina, giró, zapateo y siguió el ritmo del cornudo que, en aquellas maniobras, no parecía tan borracho, hasta que quedaron, más que adoloridas, sus nalgas aburridas por tanto mantener el paso de esa salsa que, estará de más decirlo, pero era borracha. Al último, el bailador pidió su número telefónico a la exhausta salseadora, quien, sentada, a aquellas horas de la madrugada, ya extrañaba la burocracia habitual de su cama en la que en días de trabajo, los más de la semana, se entra a dormir, aburrida, a las 10:00 en punto. Ésta recibió la solicitud con halago y sonrojo. Obsequió una sonrisa y una excusa al enamorado quien, sin dolor esta vez, empinó de nuevo su analgésico de treinta pesos y digitó un nuevo número en la rockola, la que luego de un rato exhaló con furia una salsa a la cual fue convidada una nueva aburrida, también algo borracha, que, a última hora, había acertado a pasar por ahí para comprar cerveza. Ella miró a aquel hombre como si fuera éste el último del mundo: quizá también fuese cornuda.